lunes, 29 de diciembre de 2008

Aeropuerto

Sin ganas de comenzar el regreso entré en el aeropuerto. Era pequeño, más pequeño que el salón una casa colonial. Un viejo examinaba las colillas de un cenicero, mientras la música de un piano se quedaba a vivir en mi oído. Se había formado una inmensa cola de viajeros, con el cuello quemado y las uñas relucientes. Todos nos dejamos llevar por la servidumbre. Mi maleta apenas pesa, no es necesario facturarla. Y me siento en un banco, a dejar escapar los minutos, recordando los lagartos que corren por la superficie rugosa de las piedras, mientras no exista un sonido colectivo. De pronto, un pájaro sobrevuela mi cabeza y descubro que ha quedado atrapado entre las paredes del edificio. Un niño sigue mi mirada, mientras se come un pastel sin apetito. Una gran cristalera deja pasar la luz de la mañana. Y hace imaginar al pájaro que esa es la puerta de salida. Vuela y choca contra ella, cayendo al suelo. Los pies pasan a su lado, pero ninguna mano se acerca a comprobar su estado. A algunos caballeros les da asco saber que algo ha sido herido. Vuelve a volar y choca de nuevo. Los pasos continúan su camino. No existe valor para mirarlo, nadie es compasivo. Excepto ese viejo, que todo lo ha visto, y coge una colilla. Y con una cerilla, la enciende y aspira el humo. Se queda más tranquilo. Camina, inseguro, como si no confiara en su instinto. En un último esfuerzo, el pájaro recupera el vuelo, para chocar, una vez más, contra un cristal que no da opción a la aventura. Cae al vacío. Y el viejo junta las manos y el pájaro cae sobre ellas, salvando la vida. Ese viejo ha comprendido lo que las palabras no dicen, al haberse afiliado a la mentira. Con sus labios, se acerca al pico, le habla al oído, sale a la calle, y le suelta, para que no quede en el olvido.